06 mayo 2016

Autocompasión

Entró solo en aquel bar. Parecía tranquilo. Al fondo de la barra, una camarera limpiaba algunos vasos. En la sala, una pareja de hombres miraban con curiosidad una revista. Supuso que serían el dueño del bar y el comercial, haciendo algún pedido. Se sentó en una mesa al lado de la cristalera, viendo el trajín de la calle a media mañana. Tampoco había demasiado. No eran vacaciones, tampoco un día especial, pero todo estaba tranquilo. Los niños en el colegio, los universitarios en la biblioteca... Ya mismo empezaría a llenarse de gente los bares para tomar el aperitivo. Era lo que apetecía en primavera, cuando el frío da la tregua antes de que el sol apriete y pique las carnes.

La camarera se acercó a su mesa y le tomó nota. "Una jarra de cerveza bien fresca" ¡Marchando!

Rebuscó algo en su mochila y sacó un lápiz, seguidamente un cuaderno lleno de papeles sueltos que se le cayeron al suelo de momento. Eran algunos bocetos y dibujos. Los recogió rápidamente y los puso encima de la mesa. Un rayo de luz los señalaba. En concreto, el primero. Una chica sonriente aun sin acabar. Una chica que reía, tranquila, dejándose llevar, mientras el viento le revolvía el pelo y se lo atusaba con las manos. El corazón le dio un vuelco.

Enseguida volvió a la mesa la camarera, sobre una bandeja plateada llevaba la jarra de cerveza que le acababa de pedir. Apartó los dibujos y los recolocó un poco mientras ella se la servía en la mesa.

- Bonitos dibujos ¿Son tuyos?
- Algo así - respondió con un nudo en la garganta. Sabía que sin esa inspiración no habrían sido posibles.
- ¿Eres ilustrador o algo por el estilo?
- ¡Para nada! Sólo dibujo por afición.
- Pues podrías sacarle mucho partido - Dijo mientras se alejaba de la mesa.
- Gracias.

Cogió la jarra con su mano derecha, mientras perdía la vista en el horizonte. Olía a gloria. Se dispuso a dar el primer sorbo, sintiendo como la espuma blanca le hacía cosquillas en los labios, a la vez que entraba fresquita por su garganta. Después, su vista se centró en una zagala que acababa de sentarse en un banco al sol. Miraba distraída el móvil, como esperando una respuesta que le encendiera el alma. ¡Qué curioso es el destino! Si ella no se parecía a nadie, si ella lo era todo, si ella no era aire. Y tampoco podía estar allí, porque vivían a cientos de kilómetros. Pero era clavada a la chica del dibujo. O tal vez no, tal vez tuviera algo que le resultaba familiar. Tal vez quisiera creer que era ella. Esa frialdad con la que le habían enseñado a hacer las cosas. Esa sensación de vacío, de actuar por obligación, de fingir que todo estaba bien mientras se estaba cayendo. Esas ganas de vivir y de intentar sacarle a cada cosa su lado bueno. Ya podía estar quemándose en el infierno que llegaba a encontrar infinidad de chistes para reírse hasta de sí misma. Ya podría estar arrastrándose, que continuaba hasta el final aunque fuera con las uñas con tal de salvarle. Y con él se dejó el alma y la piel a cambio de nada. ¡Menuda manera de comérselo a besos! Menuda manera de abrazarse, de abandonarse, de precipitarse sin miedo. Era consciente de haber tenido la llave que abrió una puerta secreta, allí donde guardaba todas sus turbaciones, la autocompasión, la lucha, el corazón blandito y herido temblando en una esquina. Era consciente de haberle cogido la mano, de darle calor, de darle cobijo, de secarle las lágrimas. De devolvérselas todas de golpe y en desmedidas penas.

Ella siempre decía que el miedo, sólo tiene el poder que uno quiera darle. Pero si dejas que te invada, entonces le estás dando permiso para destruirte. Y así fue. Por tonto, por cabezón, por gilipollas. Por sentirse culpable de algo de lo que no se tenía que culpar.

¡Cómo deseó que la chica del móvil fuera ella! ¿Dónde estaría en aquel momento? ¿En qué estaría pensando? ¿Le guardaría mucho rencor? Hablaban a diario, a todas horas. Se lo contaban todo. A pesar, de que intentara no contarle la verdad por no hacerle daño. Aquel bajón había hecho que se aferraran el uno al otro con más fuerza, con más sinceridad, con más ganas. Pero él no conseguía salir del agujero y a ella se le mermaban las fuerzas. Es muy cansado tirar de los dos, si uno de ellos se deja en caída libre. Sabía que faltaba el canto de un duro para que saliera corriendo, se hiciera invisible, polvo, ceniza, nada... ¿Es que acaso le valía la pena?

Miró de nuevo por la ventana, la chica del móvil ya no estaba. Sintió un fuerte pellizco en el pecho. ¿Y si fuera ella? Dio otro trago de cerveza, largo, sostenido, fuerte. Casi se ahoga. Como si quisiera cumplir penitencia por sentir culpa de algo que no le pertenecía. O sea, se sentía culpable por haber llevado encima una culpa que no era su culpa.

- ¡Imbécil! - se dijo - ¡Eres imbécil! ¿Cómo que no puedes salir del agujero? ¡Sal a la puta calle ya y limítate a ser feliz! Olvídate de esa culpa. Es sólo un peso muerto. ¡Mándala al carajo, compadre! Limítate a disfrutar, a olvidar las etiquetas, a pensar en el tiempo. - Soltó una carcajada porque esas palabras sonaban dentro de su cabeza como en la voz deslenguada de ella - ¿Me vas a decir que te vas a sentir culpable de algo que no te pertenece? ¿Te gusta la autocompasión? ¡Coño ya!




Misma hora, distinto lugar.

Una chica pasea por la calle cabizbaja y con gafas de sol. ¡Bendito sol! Que le permitía tapar al menos las ojeras. Llevaba días sin querer levantarse de la cama, comía por obligación y los apuntes de la universidad le reclamaban atención urgente mientras las fechas de los exámenes se ponían en rojo y la bocina de alarma sonaba cada vez más fuerte. Pero le daba igual. Había decidido dejarse llevar, en caída libre, hasta sentir como cada una de sus vértebras se partían al chocar contra un suelo lleno de cristales y le rebotaba el cráneo mientras se desangraba y dejaba de pensar. Sólo se oía dentro un grito desgarrador. Le costaba aparentar que estaba bien. Le costaba, incluso, hasta escribiendo en el teléfono. No le salían las palabras. No le venían las ganas. A pesar de darlo por perdido, le latía algo de esperanza. No entendía por qué. Persistía en la negativa de hacerle caso y aun así seguía ahí. Poniéndose en pie a diario, quitándose el polvo, maquillando las heridas para levantarlo. Gritando como una guerrera, jadeando, viniéndose abajo una y otra vez. ¿Y por cuál de los dos se levantaba? Tal vez lo hiciera por ella misma, porque al verlo sonreír se llenaba de fuerza y eso le gustaba. Le gustaba mirarlo y remirarlo contento, cantando, diciendo estupideces, haciéndole de rabiar. Le gustaba verlo feliz y por eso se levantaba. Sin más.

Hacía buen día. Se dijo a sí misma que debía darse un respiro. Encontrar una razón, una pequeña razón para tranquilizarse, así que se sentó en un banco a tomar el sol. La primavera. La tregua del invierno. Sacó del bolso el móvil y lo miró, buscando una respuesta que le encendiera el alma. Y entonces llegó, el Smartphone vibró. Apareció un nombre en la pantalla, su nombre. ¡Valiente fuera la respuesta!

- ¡Ya no tengo miedo!

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