17 julio 2016

El arte de arder

Aquella noche estuvimos follando durante horas.

Cada aliento, cada latido llevaba incluso más intensidad que el anterior. Y es difícil agonizar tantas veces seguidas, intuir la madrugada como la aproximación al infierno jamás vista en la historia. La concentración de calor que ambos emanábamos reventó en una esfera creada a base de preguntas. Follamos como dementes en exceso, cabras en celo, cerdos mentales. Teníamos codicia de sexo a reventar. Buffet libre de inspiración e intenciones que, por supuesto, no tenían ni la osadía de llamarse "simples travesuras". Desgranar el placer en vez de pincharlo como un globo fue una solución perspicaz, prodigiosa e increíble.

Con sus manos hacía arder el aire. Como un mago que, sin tocar nada, saca de su chistera mariposas, leones, palomas blancas, pañuelos de colores... y esa extraña sensación que uno tiene cuando el alma se derrite encima de los pantalones.

No recuerdo el principio de todos los inicios. Ni siquiera lo sentí. Sin embargo, él me buscó. Me dejé llevar curiosa ante su insistencia. Es extraño, como si le hubiese dado rabia estar descodificado. ¡Así me lo hizo pagar con kilos y kilos de adrenalina en forma de deseo! Me hallaba como un perro de babeantes colmillos sujeto a un collar de alambres.

Realmente, la primera vez que a mi cuerpo le dio por tomarle importancia, se encontraba a pocos metros, pero los suficientes como para considerarla una larga distancia. Sus ojos sórdidos, anclados en los míos, Una escueta sonrisa de medio lado, un tibio sorbo de whisky en los labios y adiós. Fugaz, como las vacaciones de tu vida. Y aun así, indeleble.

¿Cómo era capaz de llamar mi atención de esa manera? Su atrevimiento también se diluía en forma de placer. ¿De qué intentaba espabilarme? He de decir que, aquella noche, no quise ni pude dormir. Por si acaso despertaba. Esa arrogancia de irremediable perdedor causaba tantísima repulsión como abandono ente sí. Quise pensar que no había pasado nada. Fue imposible. Hay personas que nos profanan el cerebro, de tal  manera que cada una de sus acciones multiplica por mil nuestra reminiscencia como un disco rallado. El mío, además, quedó atascado en una sensación vertiginosa. Y de verdad el estado de alarma tocaba la preocupación. Para más inri, de un tiempo hasta aquella parte, me había considerado un cero a la izquierda, un parche en el culo, las gafas de un miope... Algo inevitablemente necesario. Sin embargo, llevar una bonita lencería sobre la piel y, aunque fuese bajo la ropa de diario, había hecho firme mi estado de ánimo. Lo que se precipitaba al vacío era otra cosa. No pensé que fuese a transmitir más allá de mi. Sin duda, él era la muestra de mis innumerables intentos de superarme. Yo era una mujer fatal: un kaos en sí misma. Un alma inquieta, una de esas personas que abrasan solo con mirarlas. Tampoco lo había percibido antes, pero el mensaje de socorro en sus ojos gritaba: ¡Estoy ardiendo! Con el wisky pretendía paliar la fiebre, a efecto contrario, se evaporó antes de rozar la punta de su lengua. Impensable hasta entonces, inconsciente tal vez. El arte de arder. De hacer arder, de que te hagan arder, No hizo falta hablar, ponerse en la vergüenza de unos labios que balbuceaban. Enseguida noté como si una parte intermedia entre uno de mis muslos y otro, tras unas traviesas risotadas, adquiriese un cincuenta por ciento más de poder.

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