10 mayo 2017

Un golpe en el dedito chico del pie, o en el codo...

A veces me gusta meterme en el mar y nadar, nadar lejos de la playa, de la gente, de sus historias y comeduras de cabeza. En contra de las olas. Entonces me siento libre. Siento que puedo romperlo todo, que puedo derribar todo lo que venga de frente. Nado, simplemente nado. Le pido a mi cuerpo un poquito más, le pido a mi mente que deje de escuchar los problemas. Y entonces se para, mi mente se para. Y sólo siento mi cuerpo flotando, mis brazos acariciando el agua salada, mis pies aleteando y avanzando. Nada más. Siento cada brazada, saboreo la sal de mis labios. Tengo los ojos cerrados y el sol surfea por mi espalda. Ese vaivén, esas ondas marineras. Me doy la vuelta y me quedo boca arriba. Nunca fuí un hacha en eso de mantenerme a flote, pero me quedo ahí, con los ojos cerrados, sintiendo como me mece la corriente. Respirando, ajena al ruido, a la gente. A las neveras de playa, a las sombrillas, a los niños que corren por la arena, a los padres que los llaman a gritos para ponerles bronceador, a la abuela que pisa la orilla y grita que se ahoga... A la chica que pasea en topless, a los chicos que la miran entre vitoreos, al chico que observa callado y se ruboriza debajo de la sombrilla...

Fuera del mundo.

Fuera de todo.

Pero dueña de mí misma.

Y de repente abro los ojos, intento hacer pie pero no llego. Braceo para no hundirme. El mar es demasiado grande. La gente está a lo lejos. Y yo estoy ahí metida sintiendo miedo. Es como si se hubiera abierto un vértice y la tierra quisiera tragarme.

Nado más deprisa con ayuda de la corriente, esta vez a mi favor. Me acerco. Me siento sola. Siento que algo se agarra de mis tobillos y quiere arrastrarme. Pero soy más fuerte, mi mente es más fuerte. Lo estoy consiguiendo, estoy llegando, ya toco pie. Hay personas lo suficientemente cerca y lo suficientemente lejos como para sentirme a salvo. Pero nada es igual al otro sitio.

Seguramente no fuera la única que intentase explorar más adentro, pero lo desconocido nos asusta. Nos asusta tanto que negamos la posibilidad de conocer, por miedo a encontrarnos con algo desagradable.

Así es con todo.

Con los amigos, con los amores, con los cambios... los cambios en nuestra vida.

Debemos saber que, si algo no funciona de la manera en que intentamos hacerlo, es porque debemos de hacer algo diferente. Algo que costará su esfuerzo, donde no estaremos cómodos. Algo que puede costarnos alguna que otra lágrima. Pero cuya recompensa puede ser mayor que eso.

Quizá todos prefiramos quedarnos en la orilla, con la nevera de playa y la sombrilla, los filetes empanados y la tortilla de patatas. Yo sabía perfectamente que ese no era mi sitio. Pero siempre me costaba dar el primer paso.

Y así estaba... condenándome. Paralizando mi cuerpo y ensordeciendo mi mente. El miedo, el miedo a fallarme a mi misma. El miedo de ahogarme sin rescate, de que un tiburón me mordiera la pierna o algo, de morirme sin demostrarle al mundo mi valía.

Pero no hacía nada.

Me había llevado muchos golpes. Algunos más duros que otros. Pero tenía la certeza de que ninguno dolía tanto como un golpe en el dedito chico del pie o en el codo. Esos ¡Dios! ¡Esos sí que duelen! Te paralizan por un instante, sientes como el dolor invade cada parte de tu cuerpo. Te inutiliza. Es sólo eso. Un dolor ciego y sordo. Dolor, al fin y al cabo. Dolor que luego se pasa. Y, si había logrado sobrevivir a eso ¿Por qué no a lo demás?

Quizá, cualquier momento es el mejor momento. Porque ese ahora, ese ahora que estaba viviendo, no se iba a volver a repetir. Así que decidí disfrutarlo, disfrutar hasta de las lágrimas ¡Fíjate tú! Hasta de las lágrimas..

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