La decisión perfecta

Hace algún tiempo, los silencios dejaron de preocupar. De pronto, en ellos aprendió a encontrar serenidad, un lugar seguro.  Y es que, posiblemente, el mayor de nuestros miedos tiene que ver con mirar nuestro interior y descubrir que ese hedor tan grande provenía de que, en realidad, no somos tan buenos como creemos ser. Aunque, sinceramente, hay un miedo mayor: sentirnos vulnerables y que se haga evidente. Que exista el momento de hundirnos, ante el acusatorio público de nuestra mente y esa diminuta irrealidad que nos desarma. Ese miedo persistente al discurso cruel y depravado, el que nos hace creer que el verdadero temor es sentirnos arropados por nosotros mismos. 

Esa voz que no se calla. 

Y es que pensamos que el hecho de mostrarnos tal y como somos, es simplemente abrir la posibilidad de que otras personas nos humillen, escupan y nos tiren al vacío sin piedad. Es como si diésemos por hecho que dentro guardamos una bomba de relojería. Y lo cerramos bien con códigos indescifrables fabricados con cierto recelo, no vaya a ser que venga alguien y lo descubra. 

Aunque el problema es que muchas veces se nos olvida la contraseña. Y andamos perdidos buscando una llave que ni siquiera sabemos que estamos buscando. 

Lo cierto es que no tenemos la verdad absoluta. Y es que la vida es tan frágil, a veces, que puede romperse en mil pedazos en el momento menos oportuno. Y otras, resulta que lo que tiene toda la pinta de acabar mal, simplemente nos saca el poderío. 

Y hasta puede que el mismo momento cumpla ambas funciones según el tipo de individuo al que nos referimos. 

Y esta fue una historia real...

Madrid, puede que primavera, el año ya va quedando lejos. 

Hacía tiempo que en su corazón habitaba un sentimiento indescifrable. Ya no se sentía la fortuna ni la alegría de nadie, simplemente la obligación de hacer, de no decir, de sentir lo justo y necesario pero sin que se notase. Aquel día, sin saberlo ni planearlo, tomó la determinación correcta.

Tras un mensaje desesperado y casi por compasión, se citaron en una conocida y transitada calle. Ni siquiera pretendía que fuese otra oportunidad, pero si hablar y hacerle entender los aspectos por los que decidía marcharse. En cambio, lejos de querer aparentar madurez, él se limitaba a hacer un teatrillo cutre. 

Tomaron cerveza en una terraza, bajo el sol casi de Abril, ese que no calienta los huesos. Charlaron de otras cosas, se hicieron algunas fotos forzadas. Y finalmente, se sentaron a hablar en un banco. Porque él solo trataba de que volviera a entrar en el redil de sus mentiras. Y es que todos nos creemos invencibles, hasta que la verdad nos alcanza. Tan sutil y rápido que apenas nos da tiempo a sentir miedo, ni un atisbo, nada. Y acabamos vencidos irremediablemente.

- ¡No puedo más! - Fue la sentencia final.

Ahí es cuando el rostro de él se llenó de una falsa humildad que intentaba aparentar un "no me merezco esto" Cuando, en realidad con un ímpetu irrespetuoso, trataba de reclamar algo que ni siquiera le correspondía. La ridícula expresión del quiero y no va a ser, porque sabes que no lo has hecho bien, porque lo has tenido, porque se la jugaste demasiado, porque ya no hay marcha atrás. 

Porque ahora es libre. Se había desprendido de las cadenas con tanta habilidad, que ni siquiera se dio cuenta. Justo ocurrió lo que el otro no quería. Ocurrió el efecto contrario al plan que tenía previsto.

- ¿De verdad te lo vas a perder? ¡Yo quiero un futuro contigo! - De cuclillas, frente a ella, fingió soltar una lágrima. Agarró con fuerza sus rodillas y escondió la cabeza entre ellas. - ¡Por favor! ¡No me dejes! ¿De verdad te lo vas a perder?

- Pues si, con toda seguridad. 

- Yo quiero un futuro contigo... - dejó perdida la mirada, giró la boca al cuello de su camisa y pronunció algo que non se creería ni la persona más ingenua del planeta - Estoy muy arrepentido...

- Pero yo contigo no. No es negociable. - Puso esas palabras con firmeza. Nunca había estado tan segura de que cada una de esas letras, estaba puesta en el lugar correspondiente. Agarró su bolso y trató de levantarse del banco, pero el otro quiso impedirlo. - Por favor, no seas ridículo. ¡Déjame! 

En ese momento, aquellos ojos se volvieron un escaparate. El vidrio demostrando un cerebro vacío, el que no tiene capacidad de pensar, sino que repite como un papagayo el discurso inducido. El comodín. El desfasado, innecesario, ridículo.

- Te necesito... 

- Y yo a mi también.

A veces, en el caos, existen cosas bonitas. Porque explotar, en realidad, no te lleva a un silencio de calma. Es tu cuerpo entrando en una vorágine descontrolada. Y después de todo, se había parado a procesar toda la información de forma serena y la respuesta a todas las preguntas era la misma unidad: "No, esto no lo quiero" Y es que hay cárceles que te dejan sin vida. Pero ella lo impidió. A pesar de todo lo de después.

De todas las causalidades posibles, no examinamos la probabilidad en su totalidad. Hay cosas que creemos perennes. Y no lo son. Son tan frágiles como una goma que se estira hasta su máxima flexibilidad. Solo pensamos en una muestra de la obviedad más absurda. Pero cero nunca es cero, y a veces si. El círculo perfecto. Un ciclo y luego otro y vuelta a empezar. Y cero más cero es uno y más cero es dos. 


Lo que no pensamos nunca es que lo más simple nos puede dejar en jaque. Lo más pequeño. Un virus, la nieve... pueden acabar con nuestras ambiciones más pretenciosas. Y entonces nos damos cuenta de que lo más valioso estaba siempre ahí, ya lo teníamos. Pero somos tan inútiles que sólo nos damos cuenta de las cosas que importan cuando nos sentimos vencidos. Cuando lo vemos irse. Cuando ya no hay vuelta atrás. Cuando es el fin. El acabase. 


No hay nada infinito. A la vista está que hasta los besos tienen fecha de caducidad. Sobre todo si no los ponemos en el sitio adecuado. 


Con paso firme se marchó lejos. El otro se quedó ahí. Tenía la misma sensación como la de soltar un buen mojón de mierda y quedarse bien a gusto. Ligera, ágil, feliz. Un cosquilleo le recorrió el abdomen, después el pecho, la garganta... e hizo vibrar una sonora carcajada. Hay quien dice que aceptamos el amor que creemos merecer, durante muchos años no fue capaz de sentirse dichosa. Aquella vez, con total seguridad, sabía que había tomado la decisión perfecta.  

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