¡Hola!
Me llamo Fullera, Señorita Fullera.
Ese no es mi nombre real, pero me gusta que la gente me conozca así.
En realidad, mi nombre se parece al amanecer... pero eso que quede
entre tú y yo...
Escribo desde mi casa, el sol ya se ha
ido a dormir, aunque por mi ventana no veo muchas cosas más que el
cielo. Me consuela observarlo más claro que otras veces. De día
muestra un color azul precioso, como cuando acaba de llover. De
noche, siguen sin verse las estrellas pero ¿Sabes qué? Después de
mucho tiempo, Madrid vuelve a oler a cosas bonitas.
Sé que no es consuelo, sé que de poco
sirve. Pero tengo esa mala costumbre de buscar cosas bonitas en los
peores momentos. ¿Y para qué vamos a hablar de la situación que
nos ha traído hasta aquí? Demasiadas horas pensando en ello. Es tan
feo y tan malo ¡Caray! No se merece ni un minuto de nuestro
pensamiento.
He hecho una tarta, una tarta de queso
pero sin queso. Y huele muy bien. Pero está caliente... la tarta
está caliente y me la quiero comer.. Sin embargo, las únicas cosas
dulces que se pueden comer calientes son los besos. Y ahora los
tenemos censurados.
Parece irónico ¿verdad? Nos pasamos
la vida mirando una pantalla. Hablando con personas que están lejos,
mandando besos por emoticonos. Miradas virtuales, sonrisas de todos
los colores... y ahora que no podemos sentir de cerca el calor de un
abrazo, unas manos que te acarician, que se enredan en tu pelo...
Ahora que no podemos tomar un café, ni una cerveza en algún bar,
que no podemos pasear libremente por la calle... lo echamos de menos.
Yo echo de menos hasta los pellizcos de mi abuela.
Pasamos por las agujas del reloj sin
tiempo, sin tiempo de mirarnos, de entendernos, de escucharnos, de
parar a descansar. De decirnos lo mucho que nos queremos... Y ahora
echamos de menos la rutina. Esa rutina tediosa, de constantes alarmas
en el móvil, de comer en dos minutos, de llegar exhaustos a casa. El
movimiento que acelera nuestro ritmo cardíaco. Aunque éste, en
realidad, es el aliento de la gente que nos quiere. Esas personas
que, en la locura que nos provocan, nos traen la calma más absoluta.
Y tampoco tenemos tiempo de pararnos a mirar a quien tenemos al lado
y de decirle: GRACIAS POR EXISTIR.
Eso, también se lo deberíamos decir a
la persona del espejo más a menudo...
De verdad que no, que no sabemos lo que
tenemos.
Igual tenemos miedo de escuchar
nuestros propios pensamientos. De descubrir quienes somos en
realidad... no sé.
Carl Gustav Jung dijo que aquello que
niegas, te somete. Pero lo que aceptas te transforma.
Siempre he creído que el miedo, en
realidad, es una sombra de algo diminuto. Un ratoncillo travieso que
está mucho más asustado que tu. Y que necesita que alguien le
tienda la mano para poder conseguir un trocito de queso. Y tú lo
puedes usar para entrar en ese hueco donde está la llave que abre la
puerta... Al final, él te puede ayudar a conseguir algunas cosas y
tú le puedes ayudar a él a otras pocas.
Así que no entiendo de miedo.
¿Sabes por qué? Porque una persona
menos conocida que Jung, pero también muy sabia, me dijo que la vida
es un regalo. Que, a veces vienen tiempos difíciles pero que todo lo
que pasa ocurre porque tiene que ocurrir. Es la esencia de la vida.
Nos enseña lecciones, a veces, de una forma muy fea. Pero nosotros
somos tan tercos que no entendemos de otra manera. Lo que tenía que
ocurrir, por alguna razón, ya nos está pasando. Y ahora sólo
tenemos que afrontarlo. Tenemos que apretar los dientes y achuchar
fuerte contra lo que nos venga. En masa, todos. Sin que haya sexos,
ni colores, ni culturas... TODOS. Y lo conseguiremos. Estoy segura de
que lo conseguiremos. Recuerda que, cada segundo que pasa, es un
segundo menos para que acabe todo ésto. Y que, tarde o temprano,
cuando echemos la vista atrás; cogeremos aire, sacaremos pecho y
diremos orgullosos que fuimos capaces. Fuimos capaces de vencer al
miedo.
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