No es que creas que alguien da marcha atrás, es que tal vez pasa de largo.
O tal vez no.
No sabría descifrar la amalgama de interrogantes en los que se convirtió mi cabeza aquella primera, primera vez. Ese instante en que unos ojos oscuros como el carbón penetraban en mi alma como haciendo un escáner instantáneo de toda mi absoluta existencia. Aquel par me desnudó de una forma en la que nadie lo había hecho. Todo cobró sentido entonces, aunque en la infinidad de aquel segundo (y otros tantos muchos más tarde) no fui capaz de darme cuenta. Pensé que, tal vez, podría haberme vuelto transparente, sin omisión. Y tampoco me importó demasiado la idea de toparme con un tipo al cual resultara casi imposible esconder las partes propias más inhóspitas.
Con el paso de los años, había dado por hecho de que la idea de sentir intensamente una emoción provocada por un cuerpo extraño quedaba inhabilitada. Sin embargo, pude vislumbrar que aquel momento pertenecía a algo parecido a un calendario de adviento. Que cumpliría la misión de preparar mi corazón hacia un tiempo indeterminado, oscilando entre las cuatro semanas o los diez segundos. Dependiendo de la variable en cuestión: la paciencia o destreza sistemática de controlar la incertidumbre ante el temor de que las expectativas se resuelvan en un caos típico de una novela basada en hechos reales.
El problema de todo esto, es que no tenías una caja con veinticinco números que ir abriendo, a no ser que fueran cartas del tarot y se diera el caso que acertasen. Y yo ya llevaba en mi historia demasiado típex, demasiadas manchas blancas que ponían en evidencia el terrible error que se escondía detrás. Y demasiado esfuerzo invertido en buscar excusas que valieran la pena para argumentar aquel terrible desastre.
Me planteé seriamente qué es lo que estaba pasando. ¿Hacia dónde o hacia quién me dirigía? ¿Estaba huyendo o estaba regresando? ¿Era una nueva persona con un millar de primeras veces o era una primera vez entre la ruptura de la apática y desconsolada rutina? Necesitaba el rugir del desconcierto. Necesitaba volver a sentir escalofríos en agosto, que se erizase la piel. Que en un instante, fugaz, la vida tuviera sentido cuando el fulgor de sus ojos invadiera sin piedad cada milímetro de mi cuerpo y elevase el placer al infinito.
Necesitaba huir.
No sé si de mi, ni tampoco hacia dónde.
Sumergirme en la superioridad moral de un argumento convincente.
Pero preferí coger un atajo, realmente lo que le gusta al ser humano es estar cómodo.
Y, cuando me quise dar cuenta, ya había pasado de largo.
Y yo seguí con mi rutina.
Pero con las piernas mojadas, la copa manchada de carmín, y el cuello envuelto en un cosquilleo.
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