23 mayo 2016

De lo que he aprendido

A veces es necesario recetarse tiempo, abstinencia, soledad... pensar en y por uno mismo sin interferencias de nadie, ni siquiera de tus mejores amigos. Somos nosotros los únicos que debemos llegar a nuestras propias conclusiones, los que lleguemos a tomar decisiones, los que aprendemos a levantarnos y sacudirnos el polvo sin ayuda de nadie...

Hay quien dice, que se le pone en las espaldas el peso a quien es capaz de soportarlo. Y puede ser que tenga un máster en recaídas de las que luego hay que recuperarse para volver a estar de la misma manera que estaba antes de caer. Pero, la cuestión, es que ese estado de caída-elevación, ya me resulta bastante repetitivo. Si, verás. He decidido que no, que no me gusta esto. No me gusta esta casa, no me gustan estos bolsillos vacíos ni tampoco me gusta que me llamen cada dos por tres al móvil para ver dónde estoy y qué ando haciendo. No me gusta. Creo que ya tengo la suficiente edad como para olvidarme durante el tiempo que quiera, de esa pesadilla que es el smartphone, para borrar el Facebook y el Instagram si me da la gana y no depender de una información que está colgada en la red. No me interesa. No me interesan los tutoriales de niñas que cuentan su vida y lo bien que se lo pasan a diario. No me interesa que me escribas si tus palabras son de hielo y sientes algo parecido a la lástima. Sinceramente, no me interesa. Me he dado cuenta que disfrutar del mundo real y de cada momento es más interesante que pasarse la vida metido en una pantalla de 12x8 Que prefiero que el único filtro que haya sea el de mis gafas polarizadas. Que me gusta más oír tu voz a tener que imaginarme el tono en el que has escrito cualquier palabra.

En fin, en estos días he estado barajando muchas posibilidades, desde las más drásticas, a las más sencillas y me he dado cuenta que lo sencillo es dejarlo fluir. Que el que quiere estar, está y el que no ¡Que se pire! Que de nada sirve culparnos de tonterías y que no podemos ayudar a nadie si ni siquiera nosotros mismos nos podemos ayudar. Que a veces, la marcha atrás no equivale a nada... Y que el amor o vive o muere, pero no tiene puntos muertos.

He aprendido que a veces es necesario quedarse a solas con uno mismo, en vez de huir. Pensarse y equivocarse hasta que salga bien. Pero no dejar nunca de proponerse el intentarlo. La vida se explica a sí misma, debemos ser pacientes para encontrar las respuestas.

Que hay que ser franco y sincero. Pero a veces, lo que sepa tu mano derecha, es mejor que no lo sepa la izquierda. No siempre es la mejor opción.

Que tenemos que empezar a cuidarnos, a entendernos, a comprender el por qué de las cosas. Que debemos comprometernos por tratar de empatizar con el mundo y no pretender que sea el mundo quien empiece a empatizar con nosotros. Y que aquello que cae, es por la ley de la gravedad. Tan grave es dejarlo estar como poner toda nuestra fuerza de primeras a sabiendas que pronto nos vamos a cansar. Las cosas, la vida tiene que fluir. (Creo que esto lo he dicho dos veces)

¿Sabes? Podría sentarme a esperar, pero se me haría demasiado larga y aburrida la espera. Una espera que ni siquiera sé si valdrá la pena. Aunque algo me dice que si, que lo será. Pero, de mientras, me voy a preocupar de ser yo misma. De entender, de escuchar, de aprender, de intentar solucionar los errores o al menos, tratar de no volver a cometerlos. De ser una mejor versión de mi misma y de no tener que arrepentirme de haber dejado de hacer esto o lo otro por el simple hecho de esperar algo que ni siquiera sé si va a venir.

Las cosas vienen, si... si trabajas y no te las esperas.

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