31 julio 2016

Cosas del destino.

La primera vez que vi a mi novia fue en un semáforo en rojo. Uno de esos que, por suerte, duran una eternidad. Yo iba en el coche del trabajo. Ella estaba en la universidad, era época de exámenes. Jugaba con un boli mientras repasaba unas hojas. Nerviosa, estaba nerviosita perdía. Supongo que habría estado estudiando mucho. Luego comprendí que si. Que siempre se atacaba de los nervios cuando tenía un examen importante y se lo sabía al dedillo. Miré a mi compañero y le dije: "¡Mira esa!" y él me respondió "¡Ojú! ¡Mira que los cojones!" No tuve que decirle ni quien era, porque me conoce tan bien como si me hubiese parido. De repente el semáforo se puso en verde y sólo quería volver a verla. Así que dimos una vuelta y volví a pasar, deseando con todas mis ganas que el semáforo se pusiera otra vez en rojo. Y allí seguía, con sus nervios, sus apuntes. Levantó la vista y nos vio mirándola. Sonrió. Y se puso a la cola para entrar. Le deseé suerte tan fuerte como pude, dentro de mi mente. Esperando que mi energía llegase a ella y sacara la mejor nota de su clase.

Pasaron dos días y no la volví a ver. Me sentía idiota por no haberle pedido el teléfono o algo. Por no haberme acercado a ella. Aunque tampoco quería molestarla, no quería que perdiera la concentración por mi culpa. Sin embargo, el último día, como si fueran cosas del destino, volvimos a encontrarnos. Mi compañero y yo entramos a un bar para pedir un bocadillo. Teníamos hambre, un hambre canina. Teníamos tantas ganas de comer que ni comiendo se nos pasaban. Y allí estaba ella, sola. Hablaba por teléfono. Llevaba un mono de pantalón corto, así con flores que le quedaba de maravilla. Sacaba a relucir su cintura de avispa y remarcaba esas caderas... ¡uff! ¡Esas caderas! Que le dan mil vueltas a la Kim Kardashian. Cuando colgó, no pude evitarlo, necesitaba escuchar su voz, sus palabras, aunque fuera con la tontería más grande del mundo. Aunque me pudiese llevar el corte más grande de mi vida. Pero le eché cara. Y nunca me arrepentiré.

- ¿De exámenes?

Levantó la vista, me miró sorprendida. Como si no supiese si ya nos conocíamos de antes o simplemente fuera un extraño atrevido.

- Bueno, los he terminado.
- Seguro que te ponen matrícula de honor.
- De honor no sé. Pero de humor, seguro.

Nos reímos, por primera vez. Nunca imaginé que lo haríamos tantas veces.

- ¿De humor? Bueno, al menos aprobarás.
- Eso espero, pero mientras, no me preocupo. Alea acta est. -Estaba tomándose una cerveza, con un cigarro en la mano. Me sorprendió la tranquilidad con la que conversaba
- ¿Estás celebrando el fin de exámenes?
- Más o menos. Hay que darse una alegría después de un gran esfuerzo.

Mi compañero salió. Podría haber esperado unos minutos más. Pero no lo hizo. Así que tuvimos que despedirnos. Y sentía que no quería separarme de ella. Me estaba volviendo loco. Era una desconocida. Una desconocida que me había llamado la atención. Como te puede llamar la atención cualquier persona que te cruzas por el metro o por la calle. Pero encima yo, ni corto ni perezoso, me acerco a hablar con ella. Pensaría que era el típico ligón que aprovecha el uniforme para llevarse a las chicas de calle. Aunque también podría haberme dicho alguna bordería, verlo claro. El que quería ligar con ella, mandarme a la mierda o largarse por verme tan loco. Y no lo hizo.

- Bueno, espero que tengas mucha suerte y las apruebes todas. ¡Ya verás!
- Gracias, espero que no os den mucha tabarra los malos.
- ¡Que va! Esto está muerto. Bueno, lo dicho señorita. ¡Que te vaya bien!

Y nos fuimos. Nos fuimos sin más. Otra vez perdí la oportunidad de conseguir su número de teléfono. ¡Pero qué idiota!

Aunque dicen, que el destino siempre tiene preparados sus propios designios. Y que si una persona tiene que formar parte de tu vida, lo hará. Tarde o temprano, aunque tenga que aparecer de la manera más surrealista del mundo. Y creo que esa teoría es cierta. Porque días más tarde nos volvimos a ver. A otra hora, en otro escenario.

A veces, mi compañero y yo, salíamos de cañas para olvidarnos un poco del trabajo. Ninguno eramos de Madrid y yo llevaba poco tiempo, por lo que apenas conocía nada ni nadie. El me salvaba muchas veces del aburrimiento. Una noche, nos fuimos por La Latina a cervecear por las terrazas. Nos metimos en una plaza llena de gente y cogimos la primera mesa que estaba libre. A nuestro lado, un grupo de personas de mediana edad con niños estaban ya terminando y ¡menos mal! Porque vaya suplicio de niños mal educados e incansables, cuyos padres no sabían corregir. Cuando se fueron ¿Sabes quién se sentó en la mesa de al lado? Un grupo de chicas. Sobra decir que allí estaba ella. En paralelo a mi. Al mirarnos, sonrió y me dijo:

- ¡Yo te conozco a ti!
- ¡Y yo a ti! - Respondí - ¿Qué tal los exámenes?
- Bien, dentro de lo que cabe. Me falta alguna nota por saber pero, de momento he aprobado cuatro de séis.
- ¡Toma ya! ¡Enhorabuena!

Y así empezó todo. Hablando, entre risas y cervezas. Juntamos las mesas y recorrimos algunos bares. Nos alcanzó la madrugada por la ciudad. Aquella noche sí tuve el coraje de pediré el teléfono. Y ya no dejamos de vernos y de hablarnos, hasta ahora. Han pasado varios años. Y no hay día que no agradezca a la eternidad de ese semáforo por haberse puesto en rojo.

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